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Señales demasiado confusas.
El tan aplaudido vaciamiento ideológico de la política empieza a mostrar síntomas concretos que impactan directamente en la sociedad. Durante décadas, un grupo de apologistas del pragmatismo sostuvo que los sistemas de ideas quitaban esa flexibilidad infinita que fascina a tantos.
Está claro que a muchos dirigentes políticos les resulta formidablemente cómodo no alinearse con una escala de valores a defender. Eso les posibilita apropiarse de una mayor cantidad de votos potenciales como producto de su declarada neutralidad pudiendo seducir, entonces, a casi todo el electorado sin distinción alguna.
Esa dinámica aparentemente razonable que prioriza lo práctico por sobre lo teórico, les permite aplicar recetas de todos los colores sin pudor alguno. El problema es que los rompecabezas se pueden armar cuando sus piezas encajan y son compatibles. Encastrar mezclando todo es una labor imposible y su corolario es un engendro de insondables consecuencias.
Hasta ahora el gobierno ha preferido darle jerarquía a ciertas decisiones que ha tomado con gran ampulosidad y que parecen ir en la dirección correcta. Si bien muchas de ellas contienen imperfecciones evidentes, y se quedan a mitad de camino, el recorrido elegido tiene visos de racionalidad y sensatez.
Sin embargo, al mismo tiempo, otras determinaciones relevantes siguen aún pendientes. En algunos casos se recita, la mayoría de las veces en privado y preferentemente por lo bajo, que existen intenciones reales de hacerlo, pero no ahora, sino más adelante, aduciendo siempre razones vinculadas a la viabilidad política de avanzar en esos asuntos tan sensibles.
Pero también es inocultable que existen tópicos que no figuran siquiera en la agenda. Cuando se plantean esas problemáticas, los argumentos que se esgrimen tienen que ver con la gobernabilidad y la tolerancia de otros sectores a ese tipo de medidas, aparentemente antipáticas.
Si un Gobierno ejecuta lo que dice que puede, se detiene preventivamente ante lo que considera políticamente incorrecto y borra de la agenda aquellos aspectos que considera imposibles, pues el resultado que finalmente se obtendrá no solo no será el deseado, sino que tampoco será el necesario.
Se puede entender que en algunos asuntos se precisan de mayorías parlamentarias que impulsen esas reformas, pero el oficialismo puede elegir si la supuesta imposibilidad implica archivar asuntos en forma definitiva o en todo caso amerita intentar inteligentes estrategias para avanzar en firme en la dirección adecuada, aunque fuera de un modo más lento.
No es lo mismo dejar de lado para siempre ciertos asuntos que mantenerlos vigentes en el tapete, buscar mecanismos alternativos para abordarlos y hasta negociar eventualmente sus plazos de implementación.
A estas alturas el gobierno ya desnudó su propia impronta. Improvisa en demasiados asuntos, avanza razonablemente en otros y zigzaguea en unos cuantos más. Su indefinición ideológica empieza a mostrar sus primeras secuelas significativas. Esa estrategia es muy confortable para los funcionarios oficialistas porque les permite una enorme versatilidad, pero obviamente no sirve como matriz para resolver los problemas de fondo.
La grilla de dilemas que enfrenta el país es gigantesca y requiere de soluciones complejas y en muchos casos de batallas muy prolongadas en el tiempo. Aun si se iniciara hoy mismo, esa tarea demandaría varias décadas.
Lo que es indudable es que si esos aspectos no se encaran jamás, existen certezas de que nunca encontrarán su cauce de un modo espontaneo. No abordarlos no solo es una acabada muestra de cobardía política sino también de una despreciable actitud incompatible con en el espíritu de cambio que muchos esperan.
La ciudadanía no ha optado por el actual sector político para que asuma el gobierno y termine haciendo más de lo mismo, pero ahora con un estilo más civilizado y menos autoritario, sino para que produzca verdaderos cambios sustanciales en una enorme nómina de asuntos vitales.
Las transformaciones cosméticas son solo eso. Un poco de maquillaje que intenta camuflar los problemas, los oculta temporalmente, pero de ningún modo los soluciona, y hasta es probable que si se insiste con esta tendencia el cuadro original termine empeorando progresivamente.
Se podrá discutir luego sobre la trascendencia que tiene imprimirle velocidad a cada uno de los acontecimientos, pero lo absolutamente impostergable es definir con total claridad y sin hipocresías el rumbo que se ha escogido y que se va a recorrer.
Más allá de las indisimulables impericias y la falta de experiencia política, es mucho más importante tener calibrada la brújula y utilizarla para que indique el norte en todo momento, sin desvíos no calculados.
El país precisa ocuparse en serio de sus problemas y no solo fingir ciertas acciones. Como en la vida misma, hay que establecer prioridades y atacar los inconvenientes uno por uno. Pero esconder muchos de ellos inmensamente importantes no parece ser un camino posible ni, mucho menos, una resolución brillante.
Hasta aquí se han tomado algunas decisiones muy atinadas, pese a sus innegables defectos de comunicación e instrumentación. Pero también se han omitido muchas determinaciones, ya no sin querer, sino premeditadamente. Algunas de esas solo han sido aparentemente postergadas, pero otras han pasado deliberadamente a ser parte de un inventario que jamás tomará protagonismo. En fin. Por ahora solo se asiste a un indigno espectáculo repleto de señales demasiado confusas.
Alberto Medina Méndez
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